La violencia revolucionaria fue especialmente intensa en los primeros seis meses tras el golpe de Estado: los comités se hicieron con el poder en las calles, mientras los organismos oficiales y las fuerzas de seguridad paralizaban su actividad. Las milicias locales fueron dueñas de la situación entre julio y diciembre de 1936, imponiendo el terror sobre quienes tenían por sus enemigos: las personas consideradas derechistas y católicas. En Cuenca, donde la conflictividad había sido baja durante el periodo republicano, sin embargo también estalló la violencia tras el golpe: eso sí, tuvo un comienzo más tardío que en otras provincias, que se situó a finales del mes de julio.
Los conocidos como “paseos” comenzaron en la capital el 5 de agosto de 1936 y se generalizaron en la siguiente quincena. Las milicias armadas recorrían las calles y procedían a detener a los que consideraban sospechosos por las noches. Luego los conducían a centros conocidos como “checas”, donde eran interrogados, torturados y sometidos a la “justicia popular” del Comité de turno. Aquellos tachados de culpables eran conducidos a lugares de ejecución en las afueras, solos o en pequeños grupos, donde se les fusilaba y se abandonaba sus cadáveres
Los religiosos fueron uno de los grupos objetivo de esta violencia, destacando, entre ellos, el obispo de Cuenca, que fue uno de los 13 obispos que murieron en la contienda. El 28 de julio, y tras el registro de su residencia, el Palacio Episcopal, Cruz Laplana Laguna fue trasladado a la cárcel del Seminario, donde permaneció encerrado hasta el 8 de agosto. Esa madrugada se condujo al Obispo al paraje de Puente de la Sierra, en la carretera de Villar de Olalla, donde se le fusiló, parece que por iniciativa de los líderes anarquistas de Tarancón.
Autora: ACP