La violencia revolucionaria fue especialmente intensa en los primeros seis meses tras el golpe de Estado: los comités se hicieron con el poder en las calles, mientras los organismos oficiales y las fuerzas de seguridad paralizaban su actividad. Las milicias locales fueron dueñas de la situación entre julio y diciembre de 1936, imponiendo el terror sobre quienes tenían por sus enemigos: las personas consideradas derechistas y católicas.
Un Comité de Salud Pública, controlado por la CNT, recibía las denuncias de aquellos sospechosos y ordenaba su detención, tras lo cual algunos eran conducidos a la Prisión Provincial, pero otros acababan en los centros de detención conocidos como “checas”, donde tras ser interrogados y torturados, se les ejecutaba y se abandonaba sus cadáveres en fosas comunes o cunetas de las carreteras. La Prisión Provincial tampoco era garantía de seguridad, porque desde este lugar se produjeron “sacas”, que consistían en extraer a los presos para fusilarlos
Según el reglamento de 1930, cada celda de la Prisión debía albergar un solo preso: la oleada de detenciones que siguió al golpe del 18 de julio rompió esta norma, quedando la cárcel repleta de detenidos. La sobrepoblación de la cárcel, de hecho, forzó a habilitar otros enclaves de la ciudad como prisiones. Hasta el 15 de agosto se mantuvieron en sus puestos los funcionarios de prisiones, pero desde esa fecha tomaron el control los milicianos, acusando a los primeros de derechistas y de favorecer a los presos: esa misma noche, la Columna del Rosal seleccionó a once detenidos destacados y fusiló a seis de ellos en el camino de San Isidro.
Autora: ACP