La violencia revolucionaria fue especialmente intensa en los primeros seis meses tras el golpe de Estado: los comités se hicieron con el poder en las calles, mientras los organismos oficiales y las fuerzas de seguridad paralizaban su actividad. Las milicias locales fueron dueñas de la situación entre julio y diciembre de 1936, imponiendo el terror sobre quienes tenían por sus enemigos: las personas consideradas derechistas y católicas.
Las milicias locales, desde septiembre a las órdenes de un Comité de Investigación o Salud Pública, protagonizaron una oleada de detenciones que llenó las cárceles de prisioneros. La Prisión Provincial, que por su reglamento debía albergar sólo un preso por celda, sobrepasó su capacidad máxima y pronto hubo que recurrir a otros lugares para ingresar a los detenidos. Fue el caso del Seminario de San Julián, en el que se encerró sobre todo a religiosos: el propio Obispo de Cuenca fue ingresado en esta cárcel improvisada y allí permaneció hasta su ejecución el 7 de agosto. Los religiosos fueron uno de los grupos que los revolucionarios persiguieron en esta etapa de violencia desatada, ya que los consideraban cercanos a las clases poderosas y a las derechas.
En el Seminario también se habilitó una cárcel de mujeres que permaneció allí hasta su traslado al Seminario de las Carmelitas en marzo de 1937.
Autora: ACP