La violencia revolucionaria fue especialmente intensa en los primeros seis meses tras el golpe de Estado, cuando las autoridades republicanas en la provincia carecían de capacidad para controlar la situación. Los comités de sindicatos y partidos políticos se habían hecho con el poder en las calles, mientras instituciones como el Ayuntamiento, la Diputación Provincial o la Audiencia Provincial paralizaban su actividad. Tampoco había fuerzas de seguridad ciudadana, puesto que la Guardia Civil y la Guardia de Asalto había sido enviada a Madrid. Las milicias locales fueron dueñas de las calles por la fuerza de las armas entre julio y diciembre de 1936, imponiendo el terror sobre los que consideraban sus enemigos.
Entre aquellos destacaban los religiosos, sobre los que se desató la persecución por su condición tradicionalmente conservadora y su acercamiento a las clases altas. La Iglesia fue despojada de sus propiedades, parte de su patrimonio fue destruido y las vidas de sacerdotes y religiosos fueron segadas: Montero calcula que en la zona republicana se asesinó a 13 obispos y 6.832 sacerdotes y religiosos.
En la provincia de Ciudad Real se produjeron cuatro grandes matanzas de religiosos: una de ellas fue la de los pasionistas de Daimiel. Unos 30 religiosos componían esta comunidad: el 22 de julio, un grupo fue apresado en la estación de tren de la localidad, atado y paseado hasta el Gobierno civil. Expulsados del municipio, decidieron dividirse en grupos e ir a Madrid, donde se creían más seguros. Nueve de ellos llegaron a Madrid, pero allí fueron asesinados en Carabanchel Bajo: doce fueron detenidos en la estación de Manzanares, donde fueron fusilados – seis de ellos sobrevivieron solo para ser asesinados dos meses después en la misma localidad. Cinco más fueron asesinados en Urda y Carrión de Calatrava.
Autora: ACP